sábado, 20 de diciembre de 2008

VIVIR PARA BUSCAR BELLEZA

En el corazón de la campiña de Dorset se levanta la noble mansión de Kingston Lacy; magnífica, como son todas las mansiones conservadas y gestionadas por el National Trust británico, destaca por ser de las pocas que conserva su interior completo, exactamente como estaba cuando su último morador cesó de utilizarla, con todos los tesoros que la familia Bankes acumuló durante generaciones, pero también con los objetos de uso cotidiano que ayudan a definir, en muchos casos, el modo de vida de épocas y grupos sociales que son ya historia. Y de toda la familia que fundó y habitó esta casa de las maravillas, destaca entre todos William John Bankes (1786-1855), epítome del coleccionista romántico.

El segundo de los cinco hijos de Henry Bankes, William, resultó sin embargo el heredero de la casa familiar al fallecer su hermano mayor. Hombre característico de su época y de su clase social, dedicó su vida a una búsqueda incansable de la belleza, traducida en un compulsivo coleccionismo de obras de arte.

Pasó su juventud viajando por la cuenca mediterránea, muchas veces acompañado por el mismísimo Byron, amigo suyo desde que coincidieron como estudiantes en el Trinity College de Cambridge: Siria, Petra, Italia, España, fueron explorados palmo a palmo. Su amor por Egipto fue especialmente intenso, convirtiéndose en una de las autoridades de la época en egiptología. De allí trajo a Kingston Lacy numerosas piezas, siendo la más destacada el obelisco que, encontrado en Philae, fue colocado en sus jardines. De su largo viaje por la península ibérica (1812-14), inmersa en la cruel guerra, obtuvo como fruto una fuerte amistad con el Duque de Wellington, además de una notable colección de pintura española. Otra de sus ilustres amistades se fraguó frente al templo de Ramsés en Abu Simbel. Se trata del arquitecto Charles Barry , autor de las Casas del Parlamento, y que fue el que dio su imagen definitiva a Kingston Lacy, tal y como la conocemos hoy día, un palacio italianizado chapado con la piedra verdigris de Chilmark.

Visitar esta mansión es respirar un modo de pensar y de vivir que ha desaparecido, un modo de entender la vida como una permanente búsqueda de lo excelente, de intentar conseguir un entendimiento enciclopédico de lo que nos rodea. Estancia tras estancia no deja de envolvernos una atmósfera sublime, que se manifiesta en cualquier detalle. No ya las magníficas obras de arte, las innumerables colecciones de todo tipo de objetos, los libros bellamente encuadernados. Cualquier acabado es sobresaliente, desde las tarimas de madera italiana hasta mármoles escogidos pieza a pieza, bajorrelieves de los más diversos orígenes, techos decorados exquisitamente, puertas y muebles trabajados por los mejores carpinteros del país, alfombras, chimeneas, tapicerías... No hay error alguno en toda la casa, ni en su construcción, ni en sus proporciones.

El carácter doméstico y acogedor de una biblioteca que atesora al mismo tiempo tanta sabiduría, tantos incunables, tantas páginas gloriosas, contrasta con la magnificencia de los salones; la quietud del aire en la logia contrasta con el movimiento de la magnífica escalera de mármol. Pero el todo es armónico, y puede leerse entre habitación y habitación la biografía de personas que aprovecharon la benevolente fortuna de su nacimiento para ascender a un estado superior del alma, regocijada en la obra de las generaciones precedentes. Rodearse de Velázquez, Rubens, Tiziano, Van Dick, Sebastiano dei Piombo, es una buena ayuda sin ninguna duda.

William John Bankes acabó su vida exiliado. Descubierto en situación comprometida con otro caballero, en una época y un país en que la homosexualidad estaba penada con la muerte, tuvo que poner tierra de por medio. Kingston Lacy quedó al cuidado de su hermano, que fue receptor desde entonces de las compras que su hermano enviaba desde cualquier sitio de Europa. Porque William, pese a estar desterrado de por vida, y no tener por tanto esperanza alguna de disfrutar de su mansión, siguió coleccionando belleza y atesorándola en su ya lejana casa. Sin embargo, leyendas no constatadas dicen que, de vez en cuando, disfrazado, visitaba su casa en secretos viajes.

Claro está que se llega más lejos en la búsqueda de la belleza cuando se tiene tiempo y dinero; no todo el mundo (y menos en esa época) puede vivir como William Bankes. En cualquier caso, con mayor o menor fortuna, resulta una obligación clara del ser humano, dentro de sus posibilidades, la de sobreponerse a esta época de estupidez y miseria intelectual, buscando siempre aprender algo más, apreciar algo más, llevar nuestro espíritu un poco más lejos. Desde el exilio, es obligado enriquecer nuestras colecciones, aún sin esperanza cierta de cuándo las disfrutaremos…

Digno sucesor de William fue también el último de los Bankes, Ralph. Él fue quien donó la mansión y todo su contenido al National Trust, compartiendo así con cualquiera que se acerque por allí tan impresionante legado familiar. Esta actitud del último residente no es menos encomiable que la de sus predecesores; sin capacidad para mantener su herencia, y recluido en un par de habitaciones, con el resto cuidadosamente cerrado y embalado, puede uno imaginarse las fuertes tentaciones de desmembrar las colecciones y vender cualquiera de sus piezas… Un solo cuadro vendido hubiera resuelto muchos problemas, sin duda. Pero Ralph Bankes tuvo una conciencia justa de la situación: una herencia no es algo que le cree a uno derechos, sobre todo porque se adquiere con el único mérito del nacimiento. Al contrario, lo que sí crea es una fuerte obligación, la de conservar y acrecentar el legado, transmitiéndolo a la siguiente generación. Siendo imposible, Ralph pensó que su deber era ceder todo a quien pudiera cumplir esta misión, antes que correr el riesgo que trocear, vender o arruinar su legado. De este modo, el espíritu de sus antepasados coleccionistas perdura vivo, y así seguirá en el futuro. Un modo de pensar muy británico, sin duda, que resulta incomprensible aquí, donde a cualquier hidalgo venido a menos le falta tiempo para dilapidar su herencia.

1 comentario:

  1. Tio!!
    Que tal?? Mi padre me pasó tu blog.
    Que lugar interesante...=)
    Saludos desde Brasil!!
    Maria J.

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