viernes, 22 de octubre de 2010

EL DIRECTIVO ORGULLOSO

En esta absurda sociedad, una de las castas más dignas de atención es la de los directivos, o mejor expresado, la de los Directivos Orgullosos. Me refiero a aquellos personajes que ocupan las altas esferas de las empresas, cuya remuneración fija es escandalosa y la variable es directamente ciencia ficción para el resto de los mortales. Además, se privilegian con plaza de garaje en la oficina, despacho de tamaño blasfemo, secretaria, coche-transatlántico de empresa…

Lo digno de atención no es todo esto (hay que ver cuántas cosas no necesito, decía el filósofo que paseaba por el mercado de Atenas), sino que cuando uno conoce alguno de estos directivos casi nunca se trata de un personaje que tenga un mínimo brillo, quitando el carísimo atuendo. Lo normal, en cambio, es que tengan escasa cultura, conversación banal, modales y sentido del humor un tanto rancio –fútbol, mujeres, y… ya, esto es todo-, y ninguna pista de una inteligencia por encima de la media. De hecho, uno sospecha que en su juventud, pertenecía a la casta de los parias del colegio, con mediocres resultados académicos, y no especialmente popular. El que se llevaba las collejas, vamos.

Cuando uno, curioso como pocos, araña un poco, acaba descubriendo que, salvo que se esté donde se está por ser familia de alguien, lo normal es que esa situación privilegiada responda a algo parecido a un golpe de suerte, estar en el sitio adecuado en el momento adecuado, y aprovecharlo sin escrúpulos. Porque me temo que la mayor parte de estos giros del destino, han tenido que ver también con una acusada inmoralidad, con el uso de información privilegiada y con primar el beneficio propio en detrimento del accionista al que deben su remuneración.

Llegados a este punto, cabe suponer que la incidencia de las decisiones de estos directivos orgullosos en la buena marcha de la economía de anteriores periodos es nula. No están donde están por saber, sino por su habilidad en situarse y reunir privilegios. Y sin embargo, no cuentan al menos con la humildad de saber cómo son las cosas, y lo normal es que piensen que su puesto es merecido, tocados de los dioses, que los buenos resultados de la empresa se deben a su preclara inteligencia, y que los subordinados a los que tratan con habitual desprecio deberían estar agradecidos por tenerles como jefes. Son incapaces de asumir que un buen negocio mínimamente organizado puede producir ingentes cantidades de dinero aunque ellos no estén, y que a lo mejor producirían más aún sin ellos y sus estúpidas decisiones, más relacionadas con mantener su estatus que con sus verdaderas obligaciones.

Y así estamos ya en el destino que motiva estas líneas: el Directivo Orgulloso en plena crisis. Si cuando las cosas iban bien era mérito suyo, cuando las cosas van mal… claramente son los factores externos los causantes, nunca lo será su gestión. Así, es incapaz de sentirse culpable porque una gran parte de sus miserables subordinados hayan terminado en la calle, sin esperanza de volver a trabajar en mucho tiempo. No será el Directivo Orgulloso el que realmente sufra si la empresa finalmente cierra, para eso ha atesorado suficiente material estos años y se ha blindado ante cualquier posible despido.

Y sin embargo, no hay otra razón para la bancarrota que precisamente la incapacidad del Directivo Orgulloso. Porque la crisis, ésta que no ha hecho más que asomar la cabeza y que va a aniquilar la economía que conocíamos, no es otra cosa que una suma de Directivos Orgullosos. Digamos las cosas claramente: no hay una maldición divina, no hay confabulación de fuerzas materiales. La crisis se origina en la codicia y estupidez de estos despreciables personajes. Ninguno de ellos ha cumplido su deber, ninguno las ha visto venir. No se han ocupado de anticiparse a los problemas, o de invertir en líneas de futuro, o de diversificar sus actividades. No han hecho más que tomar decisiones irresponsables, de invertir en donde no debían, de jugarse el dinero buscando el beneficio veloz, primando la especulación frente a la solidez. Son responsables también de una dolorosa ostentación, de crear un clima de pelotazo donde se ha puesto de moda admirar al tiburón y despreciar al esforzado. Ni siquiera se han responsabilizado de garantizar a sus miserables subordinados la actividad suficiente como para mantener sus puestos de trabajo.
Son éstos, los que ahora están en la calle, los que deben pedirle explicaciones. Los que deben agruparse y demandar a su antiguo superior y exigir su responsabilidad civil. Por haber sido incapaz de atender sus obligaciones, por haber ocupado un puesto para el que no tenía capacitación, buscando sólo el beneficio propio, y no haber pensado nunca en que tanto privilegio sólo se merece si se asume la responsabilidad que le corresponde.

La responsabilidad profesional no se debería exigir sólo a los médicos, arquitectos, ingenieros, o abogados, que responden de sus errores incluso con su patrimonio personal. El Directivo Orgulloso es mucho más dañino para la sociedad, no hay más que ver la que está cayendo…

(Desde su jubilación dorada, el Directivo Orgulloso sonríe pícaramente al leer estas líneas… “vaya mundo de pringaos”, piensa con razón, “y el primero de ellos, el que pierde su tiempo escribiendo blogs como éste…”).

(La ilustración la he robado del blog de rafel bianchi… … muy bueno…).