lunes, 15 de junio de 2009

MIS HORRORES FAVORITOS

Hace años -muchos más de los que me gustaría- era fiel lector de ese revoltillo maravilloso que se llamaba “La Luna de Madrid”, revista independiente que muchos años después de su desaparición se convirtió en la crónica oficial de la Movida (¿?), un fanzine de lujo que llegó a vender 30.000 ejemplares al mes.

Los que lo conocieron se acordarán de su maquetación abigarrada, que hacía vertiginosa la lectura, de su abundancia de tendencias, todas ochenteras, de su enorme plantel de creativos, Casani, Ceesepe, Pérez Villalta, Cueto, El Zurdo, García-Alix, Berlanga, Panero, Verdú, en unas páginas donde cabía todo, especialmente optimismo, transgresión y modernidad.

Y si hay una sección que recuerdo con especial añoranza es aquella titulada “Mis horrores favoritos”, donde mensualmente se exponía a la vergüenza colectiva una selección de arquitecturas falaces y dañinas, perpetradas por titulados sin conciencia. Tengo aun grabada en la memoria el artículo en el que se defenestraba el edificio con iglesia que sustituyó al vergonzosamente demolido convento del Buen Suceso, en la calle de la Princesa de Madrid; para ello se acudía a una acertada analogía con las latas de conserva...

No dejo de echar de menos esta sección, además, cada vez que algún disparate urbano me abofetea sin piedad. María del Mar se asombraba hace unos días cuando descubría que no existe ningún control estético-legal de lo edificado, salvo en algunos núcleos donde la protección histórica del ambiente ha sido tenida en cuenta en sus ordenanzas. Así debe ser, por supuesto: sólo faltaría que fuera el gusto de algún funcionario municipal el que decidiera qué es lo correcto (mientras lo fue Ventura Rodríguez en Madrid así era, por cierto, y a esa época le debemos edificios de los mejores… en todo hay excepciones). El control estético lo debe ejercer el propio arquitecto ante su obra, y esa es la primera máxima de la ética profesional.

El problema de fondo es que desde que la educación se construye entre el afán político de estadísticas que busca que todo el mundo acabe aprobando (una selectividad superada por el 98% de los estudiantes no es una selectividad) y una universidad donde prima ante todo el negocio, el título de arquitecto, que es el que nos ocupa, no garantiza que su poseedor tenga ni siquiera un criterio de qué fue lo bueno y lo malo antes de él.

La presión de los oropeles del star-system, la absurda pedagogía utilizada en la enseñanza del proyecto, viajes académicos para descubrir la obra de Calatrava a alumnos a quienes no se cuenta quién fue Alvar Aalto y sobre todo, una sociedad a la que la arquitectura importa un bledo, dispuesta a gastarse importantes cantidades de dinero no en un buen arquitecto, sino en un primo arquitecto, dan como resultado una disciplina en la que la ofensa al entorno está a la orden del día y a la que seguir considerándola “la madre de las bellas artes” empieza a resultar poco menos que un chiste.

Adjunto algunos ejemplos recientes, no tanto como denuncia a esta agonía de una actividad que fue maravillosa (todo debe cambiar para que todo siga como está, decían en El Gatopardo) sino como homenaje a esa íntegra sección de aquel fanzine. Será que me estoy haciendo mayor...