miércoles, 31 de diciembre de 2008

¿SIRVE PARA ALGO EL POETA?

Mucho me temo que esta vez me he extendido demasiado… Hace poco, en el transcurso de una conferencia, oí contestar a un apasionado crítico musical a la pregunta de ¿para qué sirve la música?. La respuesta fue muy simple (y por tanto, muy compleja): la música sirve para diluir el tiempo, algo de lo que el ser humano ha estado siempre necesitado. Algo tan contundente y tan cierto me ha creado una fuerte inquietud: desde una categorización similar ¿soy capaz de decir para qué sirve, entonces, la poesía? ¿Para qué pierde nadie tiempo en escribir o leer poesía? No soy quien –desgraciadamente- para llegar a una respuesta. Pero sí puedo decir que he intentado llegar a ella, y en el camino se me han abierto varios caminos, que son los que ocupan mi entrada de hoy, en un orden que no es gratuito; que cada cual escoja el que quiera, y transite por él hasta donde pueda… por cierto, los versos intercalados se publican (se dan al público) por primera vez… al final de la entrada desvelamos su autoría.

1. La filóloga rampante E. Elsbereth me cuenta que en la esfera anglosajona la poesía se vive y se siente de otro modo, y que es sobre todo porque la literatura se estudia en los colegios de un modo muy distinto al nuestro. En las clases de allí se lee, interpreta y discute poesía, e incluso se escribe como parte del aprendizaje. Mientras, aquí, estamos demasiado ocupados memorizando las biografías y las listas de obras de nuestros autores como para dedicarnos a algo así. Lo más creativo que hacemos al respecto es esa patochada mecánica que viene a llamarse “comentario de texto”. Es muy posible que esta sea la razón de que en los países anglosajones la poesía sea un género de una gran popularidad y vigencia, y que autores como ee cummings o Henley sean conocidos en ámbitos que nos sorprenderían aquí. He oído citar y parafrasear poesía a estadounidenses y británicos de todo pelaje, y me he encontrado poemas en libros de entrevistas, películas, revistas de modas,… Si preguntamos al español medio cuántos poetas conoce de la segunda mitad del siglo XX, probablemente nos conteste que… ninguno. Ni siquiera alguien con una obra tan contundente y asequible como Dámaso Alonso es conocido por el gran público. Una educación en la poesía no puede sino generar una sensibilidad especial, probablemente más poderosa.

“Y aquí estoy yo, mis mundos y mis hielos.
Mi alma de papel y mis estrenos,
robándote un rincón para inspirarme.”
(De Robándote un rincón)

2. No hace muchos años aparecía un curioso libro en las listas de los más vendidos, con un título muy sugerente: “Más Platón y menos Prozac”. Escrito por un psicólogo norteamericano, Lou Marinoff, venía a defender como una terapia para muchos problemas del alma la lectura orientada de filosofía. En una reedición del mesmerismo dieciochesco (la curación por el espíritu, de la que siempre he sido un ferviente defensor, y de la que tengo algunas sorprendentes pruebas), proponía la excitación del propio cerebro, como una eficaz autoayuda. Pensar como acto medicinal, en suma. Pero, si lo que buscamos es curar el alma, ¿no será mejor aún sentir que pensar? ¿No es mejor bálsamo producir sensaciones que pensamientos? ¿No es más fuerte la poesía que la filosofía?

“Prefiero no esperar nada de nadie,
prefiero contemplar sin ver virtudes.
No quiero ver la luna sin el aire,
la decepción cargada de aptitudes."
(De Hay cárceles que no tienen barrotes)

3. En este orden de cosas, para el descanso diario, la posición horizontal sobre lecho adecuado es lo más indicado para el cuerpo castigado durante tantas horas… pero el cerebro seguirá trabajando, cabalgando a través de diversas fases REM, sin conseguir apagarse del todo. La única manera de afrontar un apagado cerebral adecuado, sin dejar neuronas cargadas por la jornada que termina, y que sólo pueden ser causa de sueño agitado, cuando no de pesadillas, es la imprescindible lectura nocturna, como actividad final antes de apagar la luz. El acceso a realidades distintas de las vividas nos garantiza el vaciado cerebral, pasando a ocuparse de asimilar lo leído, que será lo que quede vibrando y produciendo las últimas sinapsis mientras nos quedamos dormidos. Nada como la poesía a estos efectos, por estar muy cerca del mundo más onírico. Algo así sugiere el cuadro de aquí al lado, del asombroso pintor iraní Iman Maleki, en el que el protagonista se protege de la lluvia de realidades con un libro (suponemos que de poesía).

“El brillo que se cae de aquella nube
y un soplo de rutina necesaria
iluminan la noche que retuve
el verso de esa cala solitaria.”
(De Ausencia de dolor por las ventanas)

4. Si buscamos alguna virtud objetiva de la poesía, creo que la más evidente es su fuerte capacidad de evocación: unos versos bien escritos nos harán sentir con más fuerza y eficacia cualquier sensación, paisaje, que una minuciosa descripción narrada. Dylan, el único poeta de la música popular, conseguía en los ocho minutos de “Hurricane” contar con mucho más poder de convicción la historia del boxeador Rubin Carter, algo que a la película de Norman Jewison le costaba más de dos horas, para llegar a un resultado mucho más pobre y desprovisto de toda emoción. La descripción de un lugar, por ejemplo, es más fuerte si nos transmite la sensación de ese lugar, y no sólo las características espaciales.

“Nada más que tus calles y tu asfalto
me bastan como droga contra el tiempo.
Te robaron las torres al asalto,
seis mil almas que huyen a destiempo.”
(De Nueva York I)

5. Creo que una de las grandes virtudes o utilidades de la poesía viene de la capacidad para generar posibles identificaciones. Si la narrativa tiene la virtud de permitirnos vivir otras vidas, otras épocas, otros escenarios, la poesía nos permite reflexionar sobre nuestras propias vivencias, y es fácil que encontremos vías de exploración hacia nuestros sentimientos, que se despierten recuerdos que yacían olvidados, que revisitemos lugares de otras épocas de nuestra vida.

“Cuatro paredes se abren sin permiso;
atrapo el sol y busco mi cuaderno,
yo con mi soledad sin previo aviso.”
(De Cuatro paredes)

6. El propio Auden (suya es la cita que encabeza este blog, del mismo modo que su título es paráfrasis de un título de otro gran escritor), siendo magnífico poeta, no reconocía a la Poesía (ni a la Pintura, Escultura, Narrativa,...) la misma categoría artística que a la Música. De hecho, sólo ésta era considerada un Arte con mayúsculas, como creación en estado puro. Todos lo demás vendrían a ser “traducciones” más o menos afortunadas de la realidad. Y esto introduce una idea curiosa, la del poeta como traductor de una o varias realidades, es decir, la de alguien cuyo afán es el de convertir a palabras, a un código legible, sensaciones, sentimientos, recuerdos, realidades en suma que son escasamente tangibles y de difícil descripción para el no iniciado en estas lides.

“Estaba en el lugar equivocado
condenado a movimiento forzoso,
en el punto de mira, vigilado
lejos del horizonte silencioso.”
(De Estaba en el lugar equivocado)

7. A lo anterior se puede añadir que el resultado de esa “traducción” hecha por el poeta es muchas veces de difícil interpretación para el lector a que se destina. Muchas veces el poema es tan oscuro como la realidad que oculta. Entonces se produce un fenómeno curioso… el lector debe esforzarse por estar a la misma altura que el escritor, y sólo una comunión entre ambos producirá la comunicación necesaria. Este es, quizá, otro fin de la poesía, el obligar al destinatario a llegar más lejos, a ese esfuerzo para entender más allá de lo cotidiano, sabiendo que la recompensa que aguarda es la de penetrar en una esfera de sensibilidad superior a la habitual.

“La tarde llevo cosida en las manos
con alfileres, la carne de metal.
¡Dame un paraguas intenso y sin final!
¡Borra toda la muerte de mis planos!”
(De Autorretrato)

Tengo el privilegio de ser amigo de un creador de imágenes, que radiografía el alma desde hace tiempo con gran fortuna. David Gutiérrez (Madrid, 1964), poeta ultimísimo, es el autor de los versos que acompañan este artículo. Cuenta ya con un volumen editado (“Poemas en la maleta”), prometedora opera prima que creo que será dentro de unos años un libro buscadísimo por coleccionistas, desde luego por su fantástico contenido, pero también por la esmerada edición, en la que nada se ha dejado al azar, ni la encuadernación, ni el papel, ni la tipografía. Un objeto bellísimo en sí mismo y de gran rareza, con sobresalientes ilustraciones de Laura Gutiérrez, que consiguen ser tan evocadoras como los propios poemas, hasta el punto de que parecen concebidos a la vez. David está ahora dedicado (como tantos de nosotros, vive en el Five O’Clock World que decía la canción) a un proyecto muy interesante, un segundo volumen construido bajo la forma única del soneto, estructura paradigmática. De los primeros frutos de este proyecto he robado algunos cuartetos y tercetos para darle categoría a mi artículo.

OTRA COSA: Quien pueda acercarse a la Casa de América de Madrid, que corra a ver la obra fotográfica de Alberto Korda. Autor de la fotografía más divulgada del siglo XX (obvio decir cuál es), su obra es interesantísima tanto como documento histórico como puramente artístico. “La fotografía está en el ojo del fotógrafo”, decía el señor Korda; en sus fotos se demuestra que el trabajo del fotógrafo es encuadrar y no componer… aunque esto será tema de una de estas semanas. Semblanzas de personajes históricos, revolucionarios jugando al golf, la entrada de los barbudos en La Habana. No hay desperdicio. Resalto una imagen (tan buena como cualquier otra): una serie de personajes muy dispares esperando sentados en una grada, cada uno mirando en una dirección, con uno central leyendo en el periódico un discurso de Fidel… Encuadre, luz, contraste, contenido, está todo ahí. Buscadla y asombraos.

sábado, 20 de diciembre de 2008

VIVIR PARA BUSCAR BELLEZA

En el corazón de la campiña de Dorset se levanta la noble mansión de Kingston Lacy; magnífica, como son todas las mansiones conservadas y gestionadas por el National Trust británico, destaca por ser de las pocas que conserva su interior completo, exactamente como estaba cuando su último morador cesó de utilizarla, con todos los tesoros que la familia Bankes acumuló durante generaciones, pero también con los objetos de uso cotidiano que ayudan a definir, en muchos casos, el modo de vida de épocas y grupos sociales que son ya historia. Y de toda la familia que fundó y habitó esta casa de las maravillas, destaca entre todos William John Bankes (1786-1855), epítome del coleccionista romántico.

El segundo de los cinco hijos de Henry Bankes, William, resultó sin embargo el heredero de la casa familiar al fallecer su hermano mayor. Hombre característico de su época y de su clase social, dedicó su vida a una búsqueda incansable de la belleza, traducida en un compulsivo coleccionismo de obras de arte.

Pasó su juventud viajando por la cuenca mediterránea, muchas veces acompañado por el mismísimo Byron, amigo suyo desde que coincidieron como estudiantes en el Trinity College de Cambridge: Siria, Petra, Italia, España, fueron explorados palmo a palmo. Su amor por Egipto fue especialmente intenso, convirtiéndose en una de las autoridades de la época en egiptología. De allí trajo a Kingston Lacy numerosas piezas, siendo la más destacada el obelisco que, encontrado en Philae, fue colocado en sus jardines. De su largo viaje por la península ibérica (1812-14), inmersa en la cruel guerra, obtuvo como fruto una fuerte amistad con el Duque de Wellington, además de una notable colección de pintura española. Otra de sus ilustres amistades se fraguó frente al templo de Ramsés en Abu Simbel. Se trata del arquitecto Charles Barry , autor de las Casas del Parlamento, y que fue el que dio su imagen definitiva a Kingston Lacy, tal y como la conocemos hoy día, un palacio italianizado chapado con la piedra verdigris de Chilmark.

Visitar esta mansión es respirar un modo de pensar y de vivir que ha desaparecido, un modo de entender la vida como una permanente búsqueda de lo excelente, de intentar conseguir un entendimiento enciclopédico de lo que nos rodea. Estancia tras estancia no deja de envolvernos una atmósfera sublime, que se manifiesta en cualquier detalle. No ya las magníficas obras de arte, las innumerables colecciones de todo tipo de objetos, los libros bellamente encuadernados. Cualquier acabado es sobresaliente, desde las tarimas de madera italiana hasta mármoles escogidos pieza a pieza, bajorrelieves de los más diversos orígenes, techos decorados exquisitamente, puertas y muebles trabajados por los mejores carpinteros del país, alfombras, chimeneas, tapicerías... No hay error alguno en toda la casa, ni en su construcción, ni en sus proporciones.

El carácter doméstico y acogedor de una biblioteca que atesora al mismo tiempo tanta sabiduría, tantos incunables, tantas páginas gloriosas, contrasta con la magnificencia de los salones; la quietud del aire en la logia contrasta con el movimiento de la magnífica escalera de mármol. Pero el todo es armónico, y puede leerse entre habitación y habitación la biografía de personas que aprovecharon la benevolente fortuna de su nacimiento para ascender a un estado superior del alma, regocijada en la obra de las generaciones precedentes. Rodearse de Velázquez, Rubens, Tiziano, Van Dick, Sebastiano dei Piombo, es una buena ayuda sin ninguna duda.

William John Bankes acabó su vida exiliado. Descubierto en situación comprometida con otro caballero, en una época y un país en que la homosexualidad estaba penada con la muerte, tuvo que poner tierra de por medio. Kingston Lacy quedó al cuidado de su hermano, que fue receptor desde entonces de las compras que su hermano enviaba desde cualquier sitio de Europa. Porque William, pese a estar desterrado de por vida, y no tener por tanto esperanza alguna de disfrutar de su mansión, siguió coleccionando belleza y atesorándola en su ya lejana casa. Sin embargo, leyendas no constatadas dicen que, de vez en cuando, disfrazado, visitaba su casa en secretos viajes.

Claro está que se llega más lejos en la búsqueda de la belleza cuando se tiene tiempo y dinero; no todo el mundo (y menos en esa época) puede vivir como William Bankes. En cualquier caso, con mayor o menor fortuna, resulta una obligación clara del ser humano, dentro de sus posibilidades, la de sobreponerse a esta época de estupidez y miseria intelectual, buscando siempre aprender algo más, apreciar algo más, llevar nuestro espíritu un poco más lejos. Desde el exilio, es obligado enriquecer nuestras colecciones, aún sin esperanza cierta de cuándo las disfrutaremos…

Digno sucesor de William fue también el último de los Bankes, Ralph. Él fue quien donó la mansión y todo su contenido al National Trust, compartiendo así con cualquiera que se acerque por allí tan impresionante legado familiar. Esta actitud del último residente no es menos encomiable que la de sus predecesores; sin capacidad para mantener su herencia, y recluido en un par de habitaciones, con el resto cuidadosamente cerrado y embalado, puede uno imaginarse las fuertes tentaciones de desmembrar las colecciones y vender cualquiera de sus piezas… Un solo cuadro vendido hubiera resuelto muchos problemas, sin duda. Pero Ralph Bankes tuvo una conciencia justa de la situación: una herencia no es algo que le cree a uno derechos, sobre todo porque se adquiere con el único mérito del nacimiento. Al contrario, lo que sí crea es una fuerte obligación, la de conservar y acrecentar el legado, transmitiéndolo a la siguiente generación. Siendo imposible, Ralph pensó que su deber era ceder todo a quien pudiera cumplir esta misión, antes que correr el riesgo que trocear, vender o arruinar su legado. De este modo, el espíritu de sus antepasados coleccionistas perdura vivo, y así seguirá en el futuro. Un modo de pensar muy británico, sin duda, que resulta incomprensible aquí, donde a cualquier hidalgo venido a menos le falta tiempo para dilapidar su herencia.

sábado, 13 de diciembre de 2008

LAS TRES LECCIONES DE DIÉBÉDO FRANCIS KÉRÉ

Se cuenta que en su reciente visita a la Expo de Zaragoza, el joven arquitecto Diébédo Francis Kéré, ante la contemplación del puente proyectado por Zaha Hadid, no puedo menos que pensar que con su coste, él podría haber levantado mil escuelas en su país de origen, Burkina Faso. Kéré acudía a Zaragoza como invitado a participar en unas jornadas sobre arquitectura sostenible, de la que ha demostrado -con una obra aún mínima- ser un maestro. En 2004 fue uno de los galardonados con el premio Aga Khan, valorándose especialmente en el proyecto seleccionado su “elegante claridad arquitectónica”.

La biografía de este arquitecto resulta realmente estimulante desde un doble punto de vista. Su trayectoria vital tiene tintes casi literarios, y es un gran ejemplo de superación personal, de compromiso con su gente y sus orígenes. Por otro lado, su obra –aun breve- resulta un alivio dentro del agonizante panorama actual de la arquitectura, asfixiada por un “star system” que parece vanagloriarse de despilfarrar montañas de recursos, que invariablemente termina sus edificios con costes que, como mínimo, duplican el presupuesto inicial, y con resultados repetitivos, sin magia ninguna, y que distan mucho de ser satisfactorios incluso en cuanto a la resolución del programa (como reciente ejemplo, valga el muy comentado de ese premiado y carísimo auditorio donde una importante parte del aforo no tiene visibilidad alguna).

Kéré nació y creció en la aldea de Gando, en Burkina Faso –el antiguo Alto Volta-, uno de los países más pobres del mundo. Gando es un pequeño núcleo de 3.000 habitantes, carente de las dotaciones básicas, entre ellas, de escuela. Sin embargo, Francis Kéré tuvo una oportunidad que a pocos niños de allí se les presenta: a la edad de siete años, trabajando como carpintero, su padre pudo enviarle a estudiar al oeste del país. Con el tiempo, sus buenos resultados le trajeron, además, una beca del gobierno alemán para trasladarse a Berlín a estudiar Arquitectura. Actualmente, compatibiliza la docencia como profesor en una escuela técnica alemana con el ejercicio profesional desde su propio despacho en Berlín.

De vez en cuando, historias de progreso personal, desde condiciones iniciales muy adversas, nos afirman en la idea de que sólo los individuos redimen a la masa. Mientras tanta gente pelea por seguir un rumbo equivocado, siempre surgen personas excepcionales cuya determinación puede considerarse ejemplar. Pero Diébédo Francis Kéré aun nos puede dar una segunda lección. Es un hombre agradecido que sabe que, a pesar de todo su mérito, ha contado con oportunidades que no todo el mundo tiene, al menos en su entorno de origen, y se ha obligado a devolver parte de su Fortuna contribuyendo a que otros niños puedan arrancar una vida distinta desde la educación.

Para ello, pensó en proveer a su aldea de origen de la escuela que no existía cuando él era niño. Proyectó un prototipo de escuela cuya sencillez le permite ser construida con un coste inferior a 25.000 euros, con la ventaja añadida de que está diseñada para poder ser construida por los propios habitantes de la aldea, sin necesidad de grúas u otro tipo de maquinarias, con soluciones constructivas sencillas y con materiales sencillos: bloques de tierra comprimida, madera, chapa. El acertado uso de los materiales, la orientación y el propio diseño y distribución hacen innecesaria la climatización. ¿En qué está pensando el lector de estas líneas? Imagino que algo como “¡caramba, es como se ha hecho arquitectura tradicionalmente, durante siglos y siglos!”. Qué lejos está el “star system” –¡y sus clientes!- de esta sencilla inteligencia...

Preparado el proyecto, el siguiente paso era construirlo. Para ello Kéré no dudó en recaudar fondos entre sus amigos y conocidos en Alemania. El gobierno de Burkina Faso también se comprometió a asumir parte de la empresa, así como a proveer la escuela de los maestros necesarios. Finalmente, financiados materiales y gastos, hombres y mujeres del pueblo fueron convenientemente instruidos y con sus propias manos levantaron en su aldea, por fin, su escuela.

Ahora, son los propios hijos de estos hombres y mujeres los que utilizan esta escuela, donde se educan y donde se les han abierto nuevas oportunidades de mejora vital. Como era de esperar, su capacidad inicial de 120 alumnos se ha alcanzado con rapidez. Pero como un alud civilizador imparable, esta iniciativa se extiende: dos núcleos cercanos a Gando han seguido su ejemplo, y preparan ya levantar sus propias escuelas. Sería una maravilla que, como una mancha de aceite, la idea siga su expansión, levantando un país desde su base más profunda: la educación de sus niños.

¿Es esto todo? No. Francis Kéré aún tiene otra lección más. Lo mejor de toda esta historia es que además, el proyecto del que hablamos es Arquitectura con mayúsculas, toda una lección de adecuación a un programa con total precisión, de respeto al entorno y al medio, de elegancia desde una sencillez aplastante. La escuela se yergue frente a la sabana como si llevara allí toda la vida, completamente fundida en el paisaje. “Menos es más”, decía Mies Van der Rohe. Quien alguna vez se ha puesto frente a un papel en blanco sabe que lo difícil no es acabar llenando el papel (con un escrito, un dibujo, un proyecto...). Lo difícil es hacerlo con los recursos exactos que hacen falta, ni uno más, ni uno menos. Esa aparente simplicidad que presentan los proyectos de Kéré (no sólo la escuela de Gando; se pueden revisar en su web http://www.kere-architecture.com/) es fruto de una inspiración que sólo llega con muchas horas de reflexión y trabajo.

Todos sabemos a qué conclusión lleva esta historia: si la determinación de una sola persona, con unos pocos recursos, puede llegar a cambiar de modo significativo las condiciones de vida de toda una comarca, imaginemos cuánto se podría hacer si la gran cantidad de recursos que dilapidan nuestros gobiernos fueran utilizados con la misma sencillez e inteligencia. Si hemos de ser justos, por lo menos deberíamos dejar de pensar que mejorar el mundo es imposible. No lo es, mientras se sigan produciendo individuos como Diébédo Francis Kéré.

viernes, 5 de diciembre de 2008

¡BIENVENIDO AL FIN, MR. CARL BARKS!

La editorial Planeta DeAgostini lleva ya un largo historial de clásicos del tebeo -perdón, del cómic- recuperados o en recuperación, en colecciones que hacen justicia a personajes tradicionalmente maltratados en anteriores ediciones (¡que se lo pregunten a los chavales de Schulz!). Por atreverse, hasta se han lanzado con el genial y disparatado Thimble Theatre de Segar. La guinda llega este año con el inicio de la Biblioteca Carl Barks, de la que recientemente se ha editado el primer tomo: si bien su contenido es por ahora poco interesante (incluye las historias primerizas con las que su autor empezó a aprenderse el medio), es la esperanza de poder ir consiguiendo poco a poco toda su obra en una edición cuidadísima y cronológica la que resulta un sueño en realización para cualquier iniciado, tras tantos años de coleccionar ediciones extranjeras o los fallidos intentos de otras editoriales.

Para aquel que no lo sepa: Carl Barks es el autor de los tebeos del Pato Donald, o al menos de los fechados entre los primeros 40 y los últimos 60. También para el que no lo sepa: Carl Barks es uno de los Grandes del tebeo (¿cómics?), y probablemente el Grande más desconocido, al menos en nuestro país.
Que se le conozca poco tiene causas sencillas. En primer lugar, ninguna de sus obras se ha publicado firmada, al editarse bajo el sello genérico de Walt Disney. En segundo lugar, para bien o para mal, el protagonista de su trabajo coincide formalmente (en aspecto y nombre) con el personaje de cortos de dibujos animados: se debe saber que el Pato Donald de los tebeos es muy distinto al Pato Donald del celuloide, apariencia aparte. O dicho de otro modo, son personajes distintos. Pero es que además en España resulta que su obra ha sido sistemáticamente masacrada por sucesivos editores, publicada en mezcolanza con otros trabajos de ningún interés.
Que a pesar de todo esto sus cómics sean objeto de culto y de una enorme influencia en creadores posteriores (el clan de Spielberg ha tomado prestada más de una idea, por cierto), es debido a una única razón, con la que he empezado este artículo: Barks es uno de los Grandes.

Se cuenta que en los EEUU, si los niños compraban un comic-book de Donald y éste no estaba dibujado por Carl Barks, lo cual se nota al primer vistazo, protestaban exigiendo los tebeos del "hombre que dibuja bien a los patos". No es extraño: la generación española que conocimos a Barks gracias a la colección Dumbo de las Ediciones Recreativas distinguía y distingue perfectamente cuáles eran sus aventuras y cuáles no, no sólo por la abismal diferencia gráfica, sino también por el contenido del guión. (INCISO: ¿alguien sabe quién fue el autor de las magníficas portadas de esta colección?).

Aquel que en el mundo del cómic ha conseguido llegar a una categoría superior es, generalmente, porque ha conseguido ser creador no sólo de una o varias obras sobresalientes, sino de un universo completo y autosuficiente, con sus personajes y sus reglas, con sus propias leyes, donde la inmersión del lector es automática cuando se ha iniciado, llegando a una comunión total, a una absoluta confianza, a una abstracción asombrosa... El mejor ejemplo conocido podría ser Hergé y su Tintín. El mejor ejemplo desconocido podría ser Carl Barks y su Pato Donald. Sus lectores, sus seguidores, hacen suyo este universo humano-palmípedo y exigen una fuerte coherencia, que sólo un Maestro consigue. Y con un gran sentido del humor, además; sólo al Donald de Barks se le ocurre bromear mientras un terrible remolino lo engulle junto a su tío Gilito.

Pero Barks además tiene un mérito especial, al llegar a esa categoría desde unos personajes (Donald y sus sobrinos) preexistentes en otro medio, y en el que ya tenían una fuerte y conocida personalidad. A partir de ahí, crea sabiamente unos personajes completamente diferentes, mucho más cercanos para el lector, y enriquece su universo con una amplia galería de secundarios (el genial Gilito, el insufrible primo Narciso, los malvados Apandadores, la inquietante Mágica de Hechizo, el absurdo Tarconi).
Con todo ello, Carl Barks nos ha regalado tantos momentos estelares como el citado Hergé, Pratt, Raymond, Caniff, Eisner,... Nadie que haya leído "El desafío de los dólares" habrá dejado de quedarse con la boca abierta en la gran viñeta en que tras una encarnizada batalla revienta el dique donde Gilito ocultaba su fortuna. Es también inolvidable la euforia que nos provocó la aparición de los tres sobrinos (¡bendita cordura!) al rescate de sus tíos, raptados por las arpías en la lejana Cólquida, cuando ya casi podían acariciar el legendario vellocino de oro. Pocas veces hemos sentido la desolación y el eco como en la viñeta en que se descubre el depósito de dinero tras hundirse por el peso de un único real de más.
Y podríamos seguir indefinidamente, ya que Barks nos ha llevado en pos de las grandes leyendas de la humanidad, historias bíblicas, de las mil y una noches, de las antiguas culturas precolombinas, del extremo y misterioso oriente, de la mitología clásica. Siguiendo a Donald, el eterno perdedor, hemos viajado en busca de las siete ciudades de Cibola, atravesado el Amazonas para llegar hasta El Dorado, perseguido el famoso sello rojo de la Guayana, capturado el último unicornio, recuperado el yelmo de Erik el Rojo, buscado oro en el Klondike, encontrado las minas del Rey Salomón... Con Barks, la aventura es la aventura, y también en esto es un Maestro indiscutible, desbordando imaginación en el encuentro de los patos con lo desconocido. Sólo así pueden aparecer unos legendarios huevos cuadrados, custodiados por una antigua civilización en la que es sacrilegio generar formas redondeadas.
Los que hemos acompañado a Donald hasta el oasis de Bamba Issa -el único donde encontrar la legendaria arena roja capaz de hacer funcionar la clepsidra mágica- hemos sobrevivido a maquinaciones, hemos sacrificado tesoros por salvar la amistad, hemos primado nuestra honradez, nos hemos unido a nuestra familia para vencer la adversidad... ¡Nunca un pato fue tan... hombre!