lunes, 24 de enero de 2011

UNA FÁBULA DE LAS ANTIGUAS

Hoy me he levantado con espíritu literato, así que me han dado ganas de escribir una fábula a la manera de los antiguos moralistas. ¡Qué género más bonito! Siempre me ha parecido fascinante ese universo en el que los animales hablan entre sí de tú a tú, toman el pelo a los humanos y el sol y el viento hacen apuestas, las uvas y el queso son posesiones preciadas, cazadores y cazados invierten sus papeles… Y un paso más allá del tradicional esquema “planteamiento-nudo-desenlace” se añade la enseñanza final, la sabia moraleja que da un valor añadido al cuento. Y todo ello en el mínimo espacio. ¡Genial!
Y aquí está el resultado de este intento; confío en que el lector sea benevolente al ser la primera fábula que escribo. Si gusta escribiré más. Y si no, ¡qué le vamos a hacer! Por lo menos lo he intentado y al lector le basta un movimiento de ratón para perderme de vista, al fin y al cabo. Va por ustedes.

Érase una vez un simpático labriego, hombre de campo que tras años de esfuerzo y trabajar de sol a sol en varias fincas ajenas por fin ahorró lo suficiente como para buscar la ansiada independencia y libertad. Y con ese dinerito -merecidamente ganado- compró unas tierras de buena calidad, en las que trabajar a partir de ahora pero con el aliciente de ser, a la vez, propietario. Ya no sólo lucharía por su jornal, también sería el único acreedor al beneficio de la tierra. ¡Qué gran futuro me espera! pensaba nuestro simpático –aunque esforzado- personaje.

Con lo que le quedó tras la compra, la inversión adicional en semilla no se hizo esperar, y con la sabiduría que otorga tantos años de experiencia nuestro labriego compró muy buen producto a mejor precio. Luego puso a punto la herramienta necesaria, limpia y engrasada, si es que ambos conceptos son compatibles. Al trabajo de limpieza y desbroce del terreno siguió la paciente roturación y abonado y por fin el terreno quedó listo para ponerlo en producción.

Y así, todo llega en esta vida, pensó nuestro labriego, y una mañana muy temprano comenzó la paciente labor de plantar la semilla, labor que fue haciendo minuciosamente durante horas bajo un sol cada vez más recio. Poco a poco, con la economía de movimientos que sólo un artista alcanza, su avance por la parcela iba siendo patente. Llegó la hora de almorzar, y con ella, el momento de hacer un receso en las labores. El labriego levantó por fin su vista del suelo, se enderezó haciendo crujir las entumecidas vértebras lumbares y se decidió a echar la vista a su espalda, ya que juzgó que a estas alturas se había merecido al menos el gozarse del trabajo ya hecho.

¡Ay de mí, ay de mi personaje! Lo que a sus espaldas encontró no es precisamente lo que podíamos haber esperado; si no fuera así, mala fábula sería esta. Pues tras nuestro simpático –aunque esforzado- personaje, había ido maniobrando un taimado cuervo, que con tanta paciencia como el mismo labriego había destinado su tiempo y habilidad a ir sacando y desayunándose todas y cada una de las semillas que aquel había ido plantando. Tiempo hacía que no se daba un banquete así. Muelles tintinescos salían de la cabeza de nuestro protagonista, que por un momento se sintió desfallecer.

“Hermano Cuervo, ¿qué daño te he hecho, que alegremente destrozas mi esforzado trabajo? ¿Acaso no sabes que estas semillas se han llevado mis últimos ahorros, restos de la inversión en tierras que con tanto esfuerzo me he ganado tras años de doblar el espinazo? ¿No puedes comprender que la cosecha que ya no existirá representaba no sólo el fruto de tantos años, sino que era además mi única esperanza de sustento? Ya el trigo no dorará este campo, ni su venta saneará mis cuentas, ni mis cuentas alimentarán a mis pequeños. ¿Qué será de mi familia en el duro invierno, cuando no haya grano recolectado para sostenernos?”. Así se lamentaba el labriego, ante el taimado cuervo, que con cinismo le miraba de reojo y sin inmutarse.

Por fin, aprovechando una cesura en los sollozos del labriego, el cuervo habló (o graznó): “Hermano Labriego, mira que eres ruidoso… ¿A qué tanto lloro y tanta queja? ¿Por qué me culpas de tu inexistente cosecha? Yo no sé nada de cosechas, ni de trigo. Yo lo que me he comido son unas simples semillas, y muy ricas, por cierto”. Y dicho esto, sin esperar respuesta alguna del estupefacto campesino, el cuervo alzó el vuelo y despareció entre los árboles cercanos.

Y ésta es la fábula. ¿Decís que falta la moraleja? El labriego pidió un préstamo para poder semillar de nuevo, e incluyó en el presupuesto un eficaz espantapájaros. Y por supuesto, comprendió las maldades del aborto. Y ésta es la moraleja…

1 comentario:

  1. Como en toda buena fábula, la moraleja se adapta a los tiempos en que es leída.

    Enhorabuena.

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